
Escuché a lo lejos un sonido alborotado que hizo sobresaltarla, era el timbre, anunciando por fin que había terminado la semana. Ella juntó sus cosas, se abrigó y dio un saludo desganado, recogí las mías y también me fui. Caminé hasta la parada del colectivo y ahí estaba nuevamente, sentada, pero esta vez, en el cordón de la vereda. Tenía un aspecto cansado, ojeras y un flequillo rebelde que no dejaba ver bien sus ojos.
Comenzamos a hablar y tratando de ser lo más discreta posible, una vez más asomó mi curiosidad por saber la razón de su cansancio y mi pregunta surgió de repente. Las luces del colectivo interrumpieron la respuesta. Nos sentamos en los dos últimos asientos y me contó más de lo que pretendía.
Su reloj tiene la costumbre de sonar a las 04:00 am. Con mucha pereza da algunos bostezos y despierta tras un sueño que poco dura. Después de haber caminado unas cuadras prepara su chaira, cuchillo y cuereador a la espera de algunas cajas negras, y con sus pies ya empapados de agua salada, comienza a tener contacto con la gris piel áspera del mar.
Así transcurre su día, entre escamas, frío y horas que se tornan interminables. Sus palabras fueron dándole respuestas a mis preguntas. Todas las noches se viste de ropa clara como la nieve, tal cual lo dispone su trabajo, para robarle unos minutos a sus blancas madrugadas.
La próxima parada era la de ella, esto iniciaba el término de su día o quizás el comienzo.
Belén Acosta
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